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El papel de la universidad en la formación de competencias profesionales: contrasentidos, límites y alcances

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Reseña

Las tareas sustantivas de la universidad históricamente son: la docencia, la investigación y  la difusión cultural. En este sentido, el desarrollo de competencias profesionales es un eje fundamental en la formación y docencia universitarias. Sin embargo las transformaciones sociales, económicas y tecnológicas que han definido a la sociedad del conocimiento,  le obligan a replantear en fondo y forma su respuesta a tal encomienda, sobre todo desde la introducción de la enseñanza basada en competencias, que en el caso del sistema educativo mexicano se integró con las Reformas Educativas de las últimas décadas. Este modelo se ha concretado en un sólido discurso pero está latente aún la comprensión  polisémica y errónea en algunos de sus actores fundamentales: directivos, maestros y alumnos, así como una práctica incongruente en la que coexisten contrasentidos, límites y alcances, que obligan a un serio análisis del papel de las Instituciones de Educación Superior en la  formación de competencias profesionales.

Autora

Mtra.Teresa Gómez Tress
Jefe de Capacitación y Formación Docente
Universidad De La Salle Bajío
Nacionalidad: Mexicana
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En las últimas décadas, la sociedad se ha distinguido por  una constante: el cambio. Éste ha detonando modificaciones estructurales en la vida social en todas sus dimensiones y estratos. La globalización económica, las formas de producción, distribución y consumo de bienes, mercancías y saberes; las nuevas formas de organización del trabajo; la innovación técnica, científica y tecnológica intensa y continua; y el desarrollo de las redes sociales de comunicación, entre otros factores, han modificado profundamente las formas en que el sector educativo se configura y dialoga con otros sectores sociales, entre ellos el laboral.

Las instituciones educativas tienen, o deberían tener, finalidades relacionadas con la formación integral de los seres humanos, que como ciudadanos contribuyan al desarrollo social. En este sentido, un eje importante que es necesario, aunque no suficiente, si entendemos a la educación desde una visión integral, es el desarrollo de profesionistas responsables y proactivos que colaboren en un proyecto de desarrollo económico nacional.

Sin embargo hay posturas que afirman que es evidente la presencia de un problema generalizado respecto al egresado universitario: “la ausencia de una formación en conocimientos y capacidades que el desarrollo integral del país requiere y que tampoco logran ajustarse a las demandas del mercado laboral”. i

Esta ausencia nos remite al tema de las competencias. Desde su inclusión en el discurso educativo hace ya varias décadas, la palabra “competencia” causó una diversidad de reacciones en los paradigmas ideológicos dentro y fuera del ámbito educativo. Según Jordi Planas-Coll (2013) en el ámbito de la gestión de los recursos humanos y algunos otros, como la investigación social, el término surgió justamente con la intencionalidad de diferenciar e incluso disociar las capacidades productivas de las personas de su educación formal, considerando que no es esta última el único factor definitorio de las capacidades productivas de las personas, sino que en gran medida lo son su experiencia social y laboral.  

Desde este enfoque, la llamada Enseñanza Basada en Competencias (EBC) estandarizó artificialmente las competencias, puesto que la experiencia social y laboral tienen características distintas a la escolar, y en la primera una competencia es entendida como un vector personal cuya construcción rebasa el ámbito académico, de ahí que personas con el mismo título no tengan las mismas competencias.

En este escenario de contrasentido, es decir donde la competencia es entendida desde visiones con distinto sentido –la escolar y la laboral-  las autoridades educativas de nuestro país inician con la reforma educativa en los años noventa, emprendiendo un titánico esfuerzo, aunque no siempre ordenado, consistente y congruente para integrar este enfoque en la política y la gestión educativa, así como su instrumentación en las aulas, migrando del concepto de competencia en su acepción más común (disputa, contienda, oposición o rivalidad) como muchos maestros la interpretaban al inicio de la reforma (y penosamente muchos otros lo siguen haciendo) a otros significados relacionados con una nueva cultura de aprendizaje, que nos ha exigido nuevas formas de aprender y enseñar así como nuevas formas de desarrollar nuestras actividades profesionales.

Esta apertura, introducción acrítica, apropiación, imposición o aculturación del nuevo enfoque, según la diversidad de experiencias en los heterogéneos sectores educativos, ha carecido, al menos desde los resultados, de un factor fundamental: la permeabilidad. Esto puede apreciarse en los graves déficits formativos que los docentes observamos cada periodo escolar en nuestros estudiantes de nuevo ingreso a licenciatura y posgrado, y en el perfil de los estudiantes de la educación media superior, cuestión que confirman los resultados que, cuestionables o no, aportan las pruebas a gran escala, nacionales e internacionales, como ENLACE y PISA, posicionando a México en lugares donde el sistema educativo nacional queda mucho a deber a la sociedad, especialmente respecto a las habilidades básicas de comunicación y de razonamiento lógico-matemático, que de manera esencial los estudiantes requieren para cursar estudios de nivel medio superior y superior.

Pero existe también otra mirada, la apreciación que se obtiene del sector laboral, el cual, desde su entrampada complejidad no deja de ser uno de los agentes con más información para “evaluar” a los egresados de la educación superior y que en el mejor de los casos, no solo invierte de manera importante en la capacitación específica y disciplinar de su personal, sino en el desarrollo de habilidades básicas como la negociación y el trabajo en equipo, que tienen que ver con la gestión de la incertidumbre.

Según Planas-Coll (2008) la competencia profesional implica un aspecto importante, que en el ámbito universitario y en general en el ámbito escolar no es propio, la gestión de la incertidumbre –intelectual, personal y profesional-, por lo que más que aprender verdades establecidas, inmutables e indiscutibles –como tradicionalmente ha sido en el ámbito escolar, salvo raras excepciones- hay que aprender desde la diversidad, la pluralidad y la inclusión para interpretar en la realidad tan compleja y cambiante que vivimos y saber actuar con flexibilidad ante ella. Este diálogo con la incertidumbre es lo que nos acerca a la soluciones de los problemas y a los acuerdos, cuestiones que desde el ámbito laboral son una competencia indispensable, pero que desde el ámbito escolar aún no se constituyen en una metodología generalizada, aun cuando existan casos exitosos al respecto.

En este sentido, los modelos centrados en el aprendizaje que implican la necesaria construcción del conocimiento, se convirtieron de inmediato en una alternativa y un reto para la educación, desde su nivel inicial hasta el universitario, incluyendo el posgrado, ya que la práctica docente en general está permeada por una histórica descontextualización del conocimiento y su “transmisión monológica y unidireccional” como señala Pozo (2009) y ello configuraba la idea de que la aplicación creativa, eficiente y oportuna del mismo sería un tema que correspondiera a otro momento, el del ejercicio profesional.

revista-coepes-7-1-bLa transición de un esquema centrado en la enseñanza a uno centrado en el aprendizaje; de un modelo reproductivo a uno creativo; de uno monológico y unidireccional a uno dialógico y multidireccional no se ha gestado desde el ámbito escolar. La demanda de formación para la sociedad del conocimiento ha marcado el ritmo, el tiempo y la forma de este movimiento paradigmático.

Sin embargo, la velocidad de los cambios sociales rebasa en mucho el tiempo de asimilación que desde el sistema educativo se requiere de ellos y en este sentido, se definen los límites en forma y tiempo de la universidad para responder a estos retos, pues mientras se sigue definiendo cómo evaluar las competencias de los estudiantes a más de diez años de haberlas “implementado”, la necesidades de acceder, distribuir y usar la información de la forma oportuna, adecuada y asertiva sigue en aumento y nuestros jóvenes, estudiantes y egresados, tienen severas desventajas, no en la accesibilidad claro está, sino en el procesamiento y uso de la misma para fines académicos e incluso laborales:

“La informatización del conocimiento ha hecho mucho más accesible todos los saberes, pero al hacer más horizontales y menos selectivos tanto la producción como el acceso al conocimiento (…) desvelar ese conocimiento, dialogar con él, y no sólo dejarse invadir o inundar en ese flujo informativo exige mayores capacidades o competencias cognitivas a esos lectores de las nuevas fuentes de información, cuyo vehículo sigue siendo, con todo, la palabra escrita aunque ya no sea impresa”. ii

En este escenario de construcción de conocimiento se integran las competencias cognitivas con las sociales, ya que las redes sociales son entonces el medio desde el cual el individuo aprende y comparte la información y es desde ellas que no sólo moviliza los procesos cognitivos sino también sociales, afectivos y culturales en el proceso de aprender. Con redes sociales no se hace referencia solamente a las virtuales sino a las que in situ el individuo construye en cada momento de su vida: la familia, la escuela, los amigos, etc.

Se hablaba párrafos atrás de la incertidumbre que requiere de un impulso especial de las habilidades sociales. Sin embargo parte de esa incertidumbre es abordada desde el “aprender a aprender” que se convirtió en los noventa en uno de los pilares de la educación y al día de hoy tiene un peso fundamental, porque es la base de la formación permanente ya que no es una condición extraordinaria, meritoria o exclusiva de los investigadores y posgraduados, sino un estilo de vida que se impone al estudiante y al profesionista de hoy.

El mayor reto está entonces en fortalecer las competencias de manera transversal, como lo es la comunicación y la gestión del propio conocimiento, entre muchos otros, para hacerlas transferibles a cualquier ámbito, especialmente el profesional en este caso. Estas necesarias competencias profesionales nos obligan a replantear nuestros supuestos epistemológicos, ontológicos y axiológicos para reconfigurar las prioridades de la educación, algunas de las cuales son:

  1. La resolución de conflictos y la educación para la paz;
  2. El desarrollo de estrategias de búsqueda estratégica de información (pertinente y ajustada al contexto);
  3. La lectura y producción de textos académicos como herramientas para construir y gestionar el propio conocimiento;
  4. La capacidad de pasar del pensamiento y argumento intuitivo o cotidiano a un pensamiento experto, es decir, sistemático y fundamentado disciplinar e interdisciplinarmente;
  5. El desarrollo de lo que Pozo (2009) llama nuevos estilos motivacionales, dirigidos al estímulo de la novedad, el desafío, la creatividad y la curiosidad; y
  6. Las habilidades para el trabajo colaborativo como motor del aprendizaje significativo, autónomo y democrático.


Tomando en cuenta estos ejes prioritarios podríamos hacer un enlace entre las competencias profesionales y las que se trabajan en el ámbito educativo o formativo, reconociendo entonces que el papel de la universidad en el desarrollo de las competencias, aun cuando la palabra misma imponga un contrasentido, el alcance está en trabajar por, desde y para la transversalidad con estas prioridades, con dos estrategias principales: la capacitación, actualización y acompañamiento al docente, así como la gestión curricular.

De manera que estas cualidades tan deseables y necesarias en los estudiantes y egresados, les permitan no solamente contar con una preparación académica de calidad, sino que realmente permeen globalmente en su modo de interpretar y actuar en la realidad y al egresar, el joven posea las herramientas necesarias para seguir aprendiendo, no sólo en el contexto formal o escolar sino en el contexto educativo informal, que es desde donde el aprender a aprender se transfiere al lugar de trabajo. Esta preparación no formal, como menciona De Ibarrolaiii  (2004) constituye un elemento complementario a la educación formal adquirida en las aulas, ya que en la medida en que los egresados universitarios estén  bien formados desde la competencia específica pero sobre todo desde las transversales, será más eficaz y eficiente la inserción y la adaptación del egresado al mundo laboral, estando aún conscientes de la clara diferencia entre las competencia y certificación educativa. En este sentido, como menciona Planas Coll (2013) “la noción genuina de competencia nos ayuda a entender cómo las personas de cierta edad, a pesar de haber tenido muchas menos oportunidades de educación que los jóvenes actuales, pero mayor experiencia, pueden haber adquirido competencias similares, o mayores, que dichos jóvenes”.iv

Considero entonces, que podemos concluir con la idea de un posible punto de encuentro entre los contrasentidos y límites con los alcances, sólo a través de un ejercicio reflexivo, contextualizado y colegiado al interior de las instituciones educativas sobre la transversalidad y transferencia desde modelos centrados en el aprendizaje;  y con el exterior,  no sólo con los sectores laborales, sino con todos aquellos sectores sociales que se ven beneficiados o afectados por el perfil profesional del egresado universitario, en el entendido que todas se benefician y son dialécticamente corresponsables de la formación integral de las personas por tanto de la calidad, la pertinencia y de sus competencias.


Bibliografía


i Velarde, E. y Camarena, B. Educación Superior y mercado laboral: vinculación y pertinencia social ¿por qué y para qué?  Pág. 2.

ii Pozo, J.I. Psicología del aprendizaje universitario: la formación en competencias.  Pág. 12.

iii Planas, J. El comportamiento de los empleadores mexicanos frente al crecimiento de la educación. Pág. 15.

iv Planas J. El contrasentido de la enseñanza basada en competencias. Pág. 79